Una de las formas más efectivas que
los humanos hemos encontrado para comprender el mundo es recurrir a los
nombres. El poder nombrar algo, identificarlo como tal y tener una palabra para
referirlo, nos permite entenderlo y poder actuar de una manera más clara cuando
nos enfrentemos a fenómenos relacionados a esto. Es por tanto natural que nazca
lo que algunas personas llaman, o llamamos, las “etiquetas”, es decir, formas
en que podemos clasificar un conjunto de cosas que comparten alguna característica.
Las “etiquetas” no son
necesariamente algo malo, al fin y al cabo, utilizadas de manera apropiada, nos
llevan a una mejor comprensión de todo, pero resulta curioso, aunque no
sorprendente, que en un mundo como el actual las etiquetas se utilicen para un
fin bastante alejado a este. Más aún cuando hablamos de la política, un área en
la que la complejidad es cada vez mayor y las dinámicas de poder juegan una
parte innata. En ella, muchas veces las etiquetas, lejos de facilitarnos
entendimiento, se utilizan para divergir, confundir y/o crear falacias que, ultimadamente
van en detrimento del diálogo constructivo.
Este fenómeno de nombrar conceptos
con el fin de divergir, confundir y/ o crear falacias, y no con el fin de
comprender el mundo es el que llamo, amparándome en mi desconocimiento o falta
de creatividad, “La política de etiqueta”
Existen innumerables formas en que
se emplea la política de etiqueta, y sin duda será imposible hacer una lista
exhaustiva de todas, por lo que no pretendo hacerla. Pero si me gustaría
mencionar algunos de los más comunes.
Quizás el ejemplo más claro y más
común de política de etiqueta es el uso de la misma para presentar una falacia
de hombre de paja. La falacia de hombre de paja consiste en crear una
ridiculización de los argumentos de la contraparte para atacar estos argumentos
y no los argumentos verdaderos. Términos como “el neoliberalismo” o “la
ideología de género” se utilizan para crear una idea ficticia de lo que yo creo
que la otra parte argumenta y atacar esta idea, mas no el argumento en sí. Yo parto
de la premisa de que usted defiende que “los pobres son pobres porque quieren”
o que usted quiere “imponerme su estilo de vida” y ataco esa premisa sin
verificar que sea correcta o no.
Estos dos términos no son exhaustivos.
“Fascismo”, “comunismo”, “feminismo” “socialismo” son algunas de las etiquetas
que se utilizan bajo una lógica similar, pero elegí estas dos porque, a
diferencia de muchas estas no parecen tener ningún tipo de definición clara.
Hasta la fecha, no he conocido a nadie que se auto proclame “ideólogo de género”
o “neoliberal”, lo cual me lleva a pensar que, más que verdaderas ideologías o
visiones de mundo, son etiquetas creadas con el simple fin de recurrir a esta
falacia. Sin embargo, no parece que este sea su único fin.
Otro uso común de la política de
etiqueta es para, en vez de buscar la comprensión de los fenómenos sociales, sobre
simplificarlos para pretender entenderlos sin tener que contemplar las
diferentes dimensiones en juego. Si alguien cree que las mujeres no están en
una condición de igualdad con los hombres ante la sociedad inmediatamente es una
“feminazi” o cree en la “ideología de género”. Si alguien está a favor de no
cambiar el código penal en el tema del aborto es un “fundamentalista” o un “retrógrado”.
Lejos de tratar de esforzarme por comprender las diferentes aristas y la complejidad
de pensamiento que lleva a alguien a tomar una decisión, me basta etiquetarlo
para defender mi posición y atacar la contraria.
Finalmente, me gustaría tratar otro uso
que he identificado en la política de la etiqueta: la exclusión. Sin duda es
una visión más sectaria pero no por eso deja de ser válida. En este caso,
usualmente se utiliza una etiqueta para identificarse como parte de un grupo y
excluir a quienes no coinciden con mi forma de pensar, sin necesidad de entrar
en diálogo con ellas. Ejemplos de esto sobran, personas que se auto proclaman “los
verdaderos liberales” o los “verdaderos comunistas” y lejos de discutir las
ideas que defienden se rehúsan a debatir con “liberales falsos” o “comunistas
falsos”.
La característica común de todos estos
ejemplos es el alejamiento a la búsqueda de la verdad. Lejos de intentar debatir
para contraponer argumentos, lo hago para mantener mi confort, para no tener
que cambiar mi posición. Aún si eso requiere que inventar términos o etiquetas vacías
que mutan conforme me sea más cómodo.
En el fondo, el problema con la “política
de etiqueta” es que realmente no nos lleva a una conversación constructiva, ni
a un aporte a nuestra visión de mundo. No soy tan ingenuo de pretender que
únicamente con diálogo y mayor comprensión de los argumentos de la contraparte
vamos a poder resolver todas las diferencias que tenemos, pero son creo que
divergir o recurrir a falacias sea un paso en la dirección correcta. Si vamos a
inventar nombres y crear etiquetas, procuremos que esto sea para un mejor
entendimiento de la realidad, y no para sentarnos en la comodidad de atacar pantomimas
y pretender saberlo todo, en vez de hacer un esfuerzo verdadero por comprender
nuestra realidad.