Si
el triunfo del Brexit, o el plebiscito de Colombia no fue suficiente para
mostrar que los procesos electorales pueden ser desagradablemente sorpresivos, el sabor amargo de la
victoria de Trump llegó como otro balde de agua fría. Es claro que estamos en
un mundo que no comprendemos, pero el verdadero problema no es ese, el problema
es que estamos en un mundo que no queremos comprender.
El
2016 nos ha dejado claro que aún nos falta como humanidad. Mientras
en Inglaterra una plataforma anti migración y xenofóbica inspira el retiro de la Unión
Europea vía referendum, en Estados Unidos un misógino y racista es electo Presidente. Ambas
decisiones evidencian que una gran mayoría de las personas carece de la capacidad básica de ponerse en
los pies del otro, pero de esta carencia no nos
salvamos quienes hubiéramos votado diferente.
La falta de empatía, junto con la necesidad de deslegitimar ad portas todas aquellas
opiniones con las que no coincidimos, se han vuelto las constantes en un mundo
donde lejos de usar la tecnología para acercarnos, la usamos para aislarnos. El bombardeo de información y la amplia
oferta noticiosa nos ha hecho recurrir al sesgo de confirmación, y no a la búsqueda
de veracidad.
Pese
a tener más acceso que nunca a la opinión directa de las personas y a los diferentes
enfoques noticiosos. No nos sentamos a leer los artículos de quienes nos
adversan. El simple ejercicio empático de escuchar y analizar un argumento se
ha dejado de lado. Aún hoy, un día después de la elección, la vasta mayoría de
mis contactos llaman ‘‘racistas’’ y ‘‘estúpidos’’ a quienes votaron por Trump
sin sentarse tan siquiera una vez a ver qué tenían que decir estas personas.
La mayoría de nosotros nos
encerramos en nuestros círculos de Facebook, le damos ‘‘unfollow’’ a todo
contacto que opine algo que nos incomode, leemos sólo los periódicos que nos gustan, evitamos ‘‘dañarnos el hígado’’ pero
nos sorprendemos cuando la realidad se muestra diferente. Buscamos la noticia
en internet que tiene el enfoque que queremos, el artículo que dice eso que nos
hace sentir a gusto (muchas veces sin fijarnos en la seriedad del medio o la
calidad de la investigación), para encontrar nuestra validación y regocijarnos “sabiéndonos”
informados. Algunas veces hasta nos atrevemos a darle ‘‘share’’ para que los que piensan como yo me feliciten.
Así
disfrutamos de nuestra vida en nuestra pequeña burbuja, donde somos los dueños
del saber y todos tenemos claro cómo son y cómo deberían de ser las cosas, donde
las opiniones de mis contactos sólo confirman que yo tengo razón… hasta que
llegan las elecciones y nos damos de bruces con la realidad.
Anteriormente
dije que más que este Presidente, me dan miedo sus votantes. Lo mantengo, pero
agrego que en gran medida este miedo es porque quienes nos oponemos, nos
conformamos con rechazarlos, ignorarlos, actuar como si no existieran y reducir
el debate a llamar con epítetos despectivos (racistas, estúpidos, etc…) a esta
masa amorfa de gente que no conocemos. No nos interesa más que insultarlos
para correr a nuestras redes sociales donde todo es tranquilo, homogéneo y
piensa como yo.
No digo que tengamos que aceptar lo que no
creemos y jamás pediría que no llamemos a las cosas por su nombre, pero si a
que salgamos de nuestra zona de confort, a que tratemos de comprender y
dialogar con quienes piensan diferente a nosotros. Sólo así podremos evitar
estas desagradables sorpresas, sólo así podremos comprender el mundo, y en
consecuencia, cambiarlo.