Hace
poco leí la columna de don EdgarEspinosa en el medio web CRHoy donde él explica cómo el matrimonio tradicional ‘‘cambió por
completo’’ y ‘‘ya no se cotiza. ’’ Más allá, afirma que las mujeres están
‘‘pagando el alto precio de haberse independizado’’, con lo cual pone varios
ejemplos de ‘‘víctimas’’ de esta situación. El artículo me causo cierta desazón –por decir
lo menos- . Pese a que se me puede achacar que al no ser mujer, no vivo en
carne propia lo que el autor refleja (lo cual también se le puede achacar al propio autor) decidí responder algunos desaciertos que como joven, sin
intenciones a casarse prontamente e hijo (y hasta nieto) de muchos mayos del
68, me siento en la necesidad de
expresar.
La
columna afirma que las estadísticas respaldan (pese a que no las presenta) su punto. Posteriormente, don Edgar ilustra, a través de varios ejemplos de
‘‘víctimas’’ de este fenómeno. Los primeros ejemplos que pone don Edgar son los
de su cuñada ‘‘Susana’’ y su vecina ‘‘Ester’’, ambas mujeres que ‘‘tejen y
destejen baberos a la espera del primer nieto’’ porque sus hijos ‘‘ya
treintones avanzados, estrenan novia todos los días y se acuestan con ellas
donde les sorprenda la noche sin el menor interés de unirse en pareja ni formar
una familia’’.
Desde
este momento, don Edgar muestra un desconocimiento de las ideas jóvenes que
predicaron –y predican- las nuevas (y no tan nuevas) generaciones, esas mismas
que buscaron (y buscan) la reivinidicación de la mujer. Precisamente, la idea
de estos movimientos del siglo pasado (y actual) fue (y es) dejar en claro que
las reglas y la forma de vida de nuestros padres y abuelos no tiene porqué ser
la nuestra. Susana y Ester podrán querer nietos pero no son ellas quienes
tienen que decidirlo, es la potestad
propia de las personas decidir si tienen o no hijos, si quieren o no casarse o
juntarse. Yo soy un joven que no tiene ningún plan de tener un matrimonio o hijos en el futuro
cercano y me gusta que esta decisión
quede en mí y no en la sociedad, ni en mis padres ni en alguien ajeno a mí o a
la persona con la que esté compartiendo una relación sentimental.
Entonces
parece, según el artículo, gravísimo que yo como joven, no quiera tener hijos
en este momento, pero el detalle es que a mí no me parece gravísimo y tampoco
le parece gravísimo a mi novia, sin embargo, si nos parecería gravísimo tener
un hijo simplemente por el hecho de que nuestros padres lo deseen. Admito ser culpable del
pecado de no querer formar una familia en este momento de mi vida, mis
prioridades son otras ahora. ¿Cuál es el problema? ¿Es muy grand este pecado?
El
segundo ejemplo que pone don Edgar es quizás más revelador: el de su peluquera
‘‘Mariana’’ que con un ‘‘chuzo de carro, apartamento propio, negocio a mil por
hora y un cuerpazo, sólo le salen vividores’’ o las ‘‘modelos más esculturales
de la farándula, que se quejan de que van tras ellas por su minuto de pasión’’.
Entre líneas don Edgar dice que la mujer vale por sus apariencias y su dinero.
‘‘chuzo de carro, cuerpazo, negocio y apartamento propios’’ hacen de Mariana una perfecta esposa potencial, pero debido a la liberalización de
la mujer ella no consigue marido y sólo ‘‘vividores’’. Don Edgar remata
diciendo que, a sabiendas de la liberalización, los hombres no quieren asumir
la responsabilidad de un hogar ni salir de su zona de confort.
Reflexionemos
un poco sobre esto último. En primer lugar, bajo este discurso se me está
imponiendo un rol como hombre. En esta sociedad yo debo ‘‘buscar esposa’’ y si
prefiero andar ‘‘picando la flor y picando el tiquete’’ es porque no quiero
salir de mi zona de confort y aceptar el matrimonio. Se le está imponiendo
además un rol a la mujer, esta debe ser esposa, si no lo es va a vivir
frustrada porque, aunque tenga un ‘‘cuerpazo y plata’’ sólo le salen ‘’vividores’’.
Don Edgar ¿y qué si la mujer tampoco quiere un hogar? ¿Y qué si la mujer
también quiere acostarse con hombres sin ningún tipo de compromiso y
simplemente disfrutándolo? ¿Por qué es esto algo malo? ¿Acaso no habían hombres
que ‘‘picaban de flor en flor’’ y que eran ‘‘vividores’’ cuando la mujer no se
‘‘había liberado’’?
El
autor no parece contemplar la posibilidad de que la mujer también disfrute del
sexo sin compromiso, que disfrute de tener su propio negocio y su propio carro,
y que disfrute de poder aprovechar su ‘‘cuerpazo’’ para satisfacción propia,
sin tener que ponerlo a la venta en el mercado del matrimonio. El famoso
‘‘minuto de pasión’’ también lo puede disfrutar la farandulera, digo yo…
Don
Edgar afirma categóricamente que las mujeres son más proclives a buscar un
matrimonio, pero no presenta nada que respalde esta afirmación, y lejos de
hacerlo, muestra ‘‘como prueba’’ el testimonio de una amiga que textualmente
afirma: ‘‘Me quedaré soltera, no importa, pero el cabrón que se case conmigo
tiene, como yo, que lavar desde los
platos y sacar la basura, hasta limpiarle la caca a los carajillos que
tengamos’’.
Perdón
si me equivoco, pero el razonamiento de ‘‘Julia’’ (la amiga de don Edgar) parece
muy lejano al de una mujer que se arrepienta y esté pagando el precio de su
‘‘liberalización’’. Más parece el de una mujer que agradece que hoy pueda
demandar eso, una mujer feliz de tener la opción de elegir y que, socialmente, sea menos
tachada que antes si decide ‘‘mantenerse solterona’’ antes de casarse con un hombre que no cumpla lo que ella desee.
En
su último párrafo, para cerrar con broche de oro, don Edgar asume una serie de
problemas sociales asociados a esta situación que describe. Entre ellos:
‘‘soltería endémica, uniones libres frágiles, madres adolescentes, parejas sin
hijos, divorcios a raudales, orfandad, hogares desintegrados, hijos errabundos,
agresión y violencia doméstica’’. Sin embargo, estos problemas son o bien, imposiciones sociales
que precisamente, la liberalización de la mujer buscaba romper, o problemas
reales pero cuya conexión lógica con las causas que presenta don Edgar parece
poco clara.
¿Soltería
endémica? ¿Uniones libres frágiles? ¿Parejas sin hijos? ¿No son estas
decisiones personales? ¿Cree acaso don Edgar que una pareja deba tener hijos
por obligación, que las personas tienen un deber social de casarse? Parece que
el razonamiento del autor va por el lado de que es mejor una mujer sumisa con
hijos a una liberada que decida por su propia cuenta qué es lo mejor para
ella. Con respecto a los otros problemas
que señala: agresión, violencia, madres adolescentes… ¿realmente estamos
echándole la culpa de esto a la ‘‘liberalización de la mujer’’? ¿Son acaso
estos problemas que no habían antes o que son más comunes en hogares donde las
mujeres son educadas y tienen un mayor independencia económica? Porque la lógica más bien parece dictar lo
contrario.
La
columna de don Edgar se centra en una visión anacrónica de la sociedad. Ve como un grandes víctimas a las mujeres que
no consiguen marido pese a tener un ‘‘cuerpazo del carajo’’ y ve como
‘‘vividores’’ y ‘‘renuentes a salir de su zona de comfort’’ a los hombres que
no buscan el matrimonio.
No se le ocurre a don Edgar que quizás, las
mujeres sean precisamente las que no quieran casarse, que al tener
independencia económica, estén dispuestas a ser más selectivas y no irse con ‘‘cualquier
hombre’’ (como bien apunta su amiga Julia), que quizás también disfrutan del sexo sin
compromiso, y que lejos de ser víctimas, tienen una mejor calidad de vida. Tampoco
se le ocurre a don Edgar que los hombres podamos buscar otras ambiciones fuera
del matrimonio, que podamos encontrar placer en tener una relación que no esté
necesariamente apuntada a este y que podamos ser miembros responsables de la
sociedad, tener una relación de pareja saludable, sin estar pensando siempre en
terminar en el altar y los hijos.
No se le ocurre a don Edgar que un mundo donde las mujeres (y también los hombres) sean más educadas e independientes y donde el matrimonio sea una opción y no una obligación, pueda también ser un mundo donde seamos más libres de poder buscar otras ambiciones y sueños, donde tanto mujeres como hombres nos sintamos más cómodos de disfrutar relaciones según nuestras propias reglas del juego y de nuestra propia independencia, un mundo donde no estemos dispuestos a casarnos con cualquier pelmazo o pelmaza por necesidad social o económica. No parece ocurrírsele a don Edgar que la ‘‘liberalización de la mujer’’ (trecho en el que todavía nos falta mucho, he de decir) este trayendo un mundo en el que nadie (ni ellas, ni nosotros) está pagando un ''alto precio'' y en el que todos estamos disfrutando de los grandes beneficios que nos trae el tener personas cada vez más ''liberadas''.
David Ching
2015